Texto y fotos: Raúl Rubio

Vuelvo al antiguo Segarra (ahora José Mangriñán) a fotografiar el derbi vallero. Es mi primera vez en el fútbol con la cámara en ristre, pero no en un campo en el que he pasado muchas tardes durante mi infancia, en el que pensé mis primeros titulares y en el que su invariable estructura potencia esa sensación de viaje al pasado.

Parece que el tiempo, allí, se ha detenido. La misma iluminación insuficiente cuando el sol se pone o se oculta entre las nubes. Las mismas gradas, a modo de escalones para Big foot, en las que aprendí mi primera lección táctica de fútbol: «¡A la olla¡».

Fue gracias a mi abuelo como entendí qué era un balón en largo, el ‘patapúm p’arriba’ que decía el guiñol de Clemente

Lo decía mi abuelo, cuando la cosa pintaba mal y quedaba poco para el 90′. Levantaba el brazo y, con el único dedo con el que podía señalar (los años, de vida y de posguerra, le entumecieron las manos), señalaba hacía la otra parte del campo y decía: «¡A la olla!». Mi padre asentía, Yo, no entendía nada.

Pero entonces Baeza lanzaba un balón en largo desde la defensa, olvidándose de la medular y buscando la cabeza de Óscar, mientras Monllor estaba atento al posible rechace. «Así, a la olla», musitaba mi abuelo, para sí mismo y para quien quisiera escucharle, con la satisfacción que otorga que todo un equipo, a la distancia de un velódromo, le diese la razón.

Fue así como entendí qué era un balón en largo, el patapúm p’arriba que decía el guiñol de Javier Clemente. Y fue allí donde, pocos años después, empecé el que durante muchos años ha sido mi oficio: el de contar cosas.

Mi padre dejó huérfano su asiento en la grada. Mi abuelo se fue a su lado poco tiempo después. Mi hermano Jaime dejó de jugar. Y yo cambié el Segarra por otros escenarios, prometiéndome a mí mismo: «Algún día escribiré una crónica que se titule ‘A la olla».